En lo que va de 2017, sólo he pisado escenario en una oportunidad. Esto y la preproducción de un concierto tributo a Rush que debió suspenderse por los peligros y la falta de ánimo en un período de asesina represión dictatorial, han sido prácticamente mis únicas tareas en torno a presentaciones. El año ha sido horrible, lo podrían decir.
Hay agravante: la crisis económica y social, aparte de la política. Todo prójimo a mi alrededor tiene como principal preocupación evitar que él y sus seres queridos se mueran por hambre, enfermedad o asesinato. Podría detallar la gravedad de la situación en mi país, pero ya está descrita en sitios de noticias por doquier, e incluso a través de fotos que he publicado en mi perfil de Instagram y de reclamo verbal en Twitter; no quiero redundar con lo trágico.
Lo que sí quiero es dejar claro que todo me afectó al punto tal de ponerle un cobertor al piano y no volverlo a tocar. Si bien intenté siempre inspirar fortaleza y optimismo en días crueles, después de compartir palabras de aliento y solidaridad, al final de cada jornada de batalla urbana, me cacheteaban la falta de paz; los pulmones irritados por el gas lacrimógeno podrido; la piel quemada por el sol que acompañaba cada kilómetro de marcha arriesgada que me castigaba músculos y nervios; el saldo de mis ahorros haciendo dieta en la bóveda del banco; la desesperanza y el temor en la mirada de mis padres; la ansiedad y el llamado silente de protección velados en los juegos de mi hijo conmigo; el grito callado repentinamente de jóvenes que cayeron asesinados a metros de mí.