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25 de agosto de 2009

La más básica relación de amor de un músico

De niño, siempre que podía, iba a una tienda de instrumentos musicales a unas cuadras de casa a ver su vidriera. Simplemente me paraba frente a ella a admirar guitarras y bajos eléctricos, saxofones, pianos, baterías y peroles de percusión que me parecían fascinantes, mágicos, obras de arte en sí mismos, objetos incluso sensuales que me provocaba tocar, sentir, manosear hasta más no poder.

No eran como mi guitarrita de juguete, ni como aquella tabla a la que le clavé ligas como cuerdas, o los potes de leche en polvo vacíos que me robaba de la cocina para golpearlos como tambores con los palitos que les quitaba a los ganchos de ropa, o el órgano eléctrico para niños en el que compuse mi primera tonada. Estos eran de verdad, para gente grande, como los que se veían en TV, en los afiches de los Beatles, en las salas de concierto.

Y yo quería uno de ellos, cualquiera, para hacer cosas como las que me gustaba escuchar. Eran el lápiz que necesitaba para escribir, el horno que requería para cocinar buen pan. Eran el traductor que pedían mis fantasías musicales para darse a entender. Cualquiera me serviría.

Primero me fijé más en la batería:
- Papá, quiero una batería; me gustaría estudiar percusión.
- Muchacho, eso hace mucho ruido; no quiero líos con los vecinos. Además, pesa mucho y si ves a los percusionistas en las orquestas sinfónicas, fíjate. Cinco minutos en silencio y ¡pun!, un palazo al timbal. Otros cinco minutos callado y ¡plash!, un platillazo. Es aburrido.

Después me enamoré de un saxo tenor:
- Papá, quiero un saxofón, como ese, como el que suena en tus discos. A ti te gusta, ¿no?
- Es bonito, sí. Pero es caro, hijo. Ahora no se puede.
- Ah, pero esa batería es más barata. La batería entonces, ¿sí?
- ¡Noooo no no! Ya te dije.

Mis papás en realidad querían complacerme, pero reconozco que los juguetes que me atraían eran algo suntuosos. A mí sólo me quedaba insistir y repetir que las 25 teclas de mi organito ya no me bastaban. Luego entré a estudiar en el conservatorio y muchos en mi clase tenían pianos o guitarras eléctricas. Yo necesitaba mi "lápiz".

Ahí apareció la guitarra que mi abuelo paterno había hecho con sus propias manos en su humilde carpintería. A él lo apasionaba escribir y cantar sus canciones, que grababa en discos de acetato o interpretaba en la radio cuando mucho de la música que por ahí sonaba era en vivo. Mi papá me enseñó a arpegiar mis primeros acordes. Pero la guitarra era una reliquia de familia y yo sólo podía usarla con supervisión. No era mía en realidad.

Al cumplir 14 años, me sorprendieron. Llegué de clases y ahí en la sala estaba con un gran lazote un órgano eléctrico Yamaha con 61 teclas, todas para mí, y ¡hasta con un banquito para sentarme! Fue cuando me desaté. Escribía una canción a diario y mis sueños excedían la capacidad de mis recursos.

Pero mi nuevo órgano no era portátil y yo quería tocar en un grupo, ser un poco más como Lennon. Unos amigos pudientes que tenían todo tipo de instrumentos me invitaron a su banda ¡como baterista! Y yo feliz, pero sólo las baquetas eran mías. Quería algo propio que pudiera llevar a todas partes y no quería depender de que alguien me lo comprara. Así que comencé a ahorrar todas mis mesadas (que en realidad era dinero de mis padres) y al año me compré mi primera guitarra eléctrica (que, a decir verdad, me compró mi papá al ver mi intención, porque el dinero sólo me alcanzaba para el amplificador).

La guitarra desapareció a los dos años, en unos de esos momentos caóticos en que corren equipos de una tarima a una camioneta de transporte. Me tocó entonces volver a mi órgano casero para expresar mi musicalidad. Y creo que este hecho fue el que definitivamente me llevó a trabajar principalmente con los teclados, instrumentos que eran siempre más costosos y que yo siempre pedía prestados para poder tocar con alguien más.

Uno de esos sintetizadores que años después logré comprar con mi propio dinero me lo robaron a punta de pistola anoche, y en este momento en que al fin asimilo que mi vida corrió peligro y que perdí a lo que podría llamar un amigo íntimo que me traducía sentimientos en notas musicales, me recuerdo de niño viendo los pianos en la vidriera de aquella tienda y entiendo que todo músico tiene una relación de amor con su instrumento. Ahora entiendo más esa locura mía de ponerles nombres a mis teclados y siento la pérdida como cuando lloré desconsolado ante mi muñequito preferido de la infancia por haber perdido un bracito. Hoy pienso en mi existencia y en el valor sentimental que puede dársele a algo material y sólo puedo agradecer la posibilidad que siempre he tenido de hacer música, aun cuando no tuviera mi propias herramientas; y esperar que Nepomuceno, el sintetizador robado (¡no se rían!) (bueno, sí, ríanse; es cómico el nombre) quede en manos de alguien que lo necesite como yo lo necesité.

Ahora, como tributo melodramático a mi teclado favorito, véanse el video de Grito y silencio, donde suena el último solo que grabé con él (de hecho, es el instrumento que sale en pantalla). Por cierto, hace tiempo prometí hablar de la producción de este video, pero luego pensé que sería redundar en algo que el mismo deja ver con facilidad. Se me cuidan.
 
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